Pánico y locura en Formentera



SALIDA

¡Por fin! El camión ya había salido anteayer retumbando por toda la ciudad con las más de diez toneladas que llevaba a bordo: tres paletas de maderas nobles, varias máquinas de peso mediano para el procesamiento de la madera, un montón de herramientas, cajas y cajas de pequeñas piezas para unas ochenta guitarras eléctricas, enseres domésticos, madera para construcción, ordenador, backline completo incluida batería y equipo de megafonía y cualquier cantidad de cachivaches que pueden necesitarse en esa isla.

            Santo cielo, ¿saldría todo bien?  Mucha gente competente me había dado a entender que en España las cosas eran especialmente complicadas: ¡estándares europeos, olvídate!  ¿Qué dices, Baleares?, república bananera. Algunos hasta nos tacharon de chiflados, aunque al final resultó ser pura envidia lo que había detrás de sus palabras. Montar una escuela de construcción de guitarras bajo el sol mediterráneo, ¿qué mejor que mejor?

            Lo habíamos calculado todo. La idea era ofrecerle a la gente una experiencia de la hostia; un viaje superferolítico con todo incluido: vuelo, alojamiento, curso compartido con hasta siete personas de tu misma onda y material para la construcción de una guitarra eléctrica completa de la mejor calidad, con pastillas bobinadas a mano, hardware y toda la pesca. Todo bajo la supervisión experta de dos auténticos cracs de la guitarra que te indican qué agujero hay que practicar, dónde y por qué. Tres mil marcos, sí claro, la broma no era barata, pero eso más o menos costaba adquirir en cualquier tienda una guitarra buena de verdad.

            Y en efecto, unos cincuenta participantes habían abonado puntualmente su anticipo de matrícula. De la noche a la mañana había ingresado la friolera de ochenta mil marcos en nuestra cuenta “Formentera”. Y eso que para la fecha no existía ni un centímetro cuadrado del taller completamente climatizado que yo, muy atrevido, anunciaba a bombo y platillo poniéndolo por las nubes. Ni siquiera el local. ¡Castillos en el aire, espejismos de la mente! 

 

La idea para este proyecto descabellado la concebimos Thomas y yo un fin de semana frío y lluvioso del mes de septiembre, precisamente en la época en que yo liquidaba mi propia producción de guitarras eléctricas por falta de beneficios suficientes. Me estaba resultando casi imposible encontrar interesados dispuestos ya no a comprar la enorme cantidad de maquinaria y madera, sino siquiera a recompensar  en parte la inversión hecha en sofisticados dispositivos especiales; una pérdida material y afectiva de dimensiones insospechadas.  La chispa nos la dio un estúpido reportaje de la televisión sobre un curso carísimo para fabricar planchas de surf en Cayo Hueso, en la Florida. Visto lo visto, dijimos, NOSOTROS podemos hacer algo sonante e importante: cursos para la construcción de guitarras, claro está, pero cómo, dónde, a santo de qué. A continuación se produjo una breve y eufórica puesta en común de ideas y a las pocas horas teníamos esbozado mentalmente nuestro proyecto. En cualquier caso, disponíamos de casi todo el material y la maquinaria necesarios. Todo esto y algo más, transportado a nuestra isla preferida, un montón de sol y de buen rollo…

            Thomas, experto en la materia, era por entonces mi jefe de producción, había heredado y había puesto cuarenta mil marcos sobre la mesa para adquirir condición de socio en igualdad de derechos. De modo que estábamos pertrechadísimos. Al cabo de muy poco tiempo informamos a la prensa del ramo e iniciamos una campaña publicitaria con todas las de la ley. “Formentera Guitars: lo mejor que puedes permitirte.”

            De mi negocio de guitarras al por mayor en Hanover tuvieron que hacerse cargo ese verano Paul y Connie, dos colaboradores con largos años de experiencia y una profesionalidad lo bastante solvente como para poder confiarles esta tarea. Precisamente había sido Connie la que unos años atrás consiguió arrastrarme por primera vez a Formentera. Fue llegar y rezumar euforia: ¡un paraíso, y a tiro de piedra! Desde entonces por lo menos tres veces al año me dejaba caer por allí cual adicto, sea para las vacaciones de verano, sea para un fin de semana largo. Y ahora esto debía pasar a ser una especie de estado permanente; vivir y trabajar en la isla más cachonda del hemisferio occidental…



Un caluroso sábado de mayo, nuestras dos “limusinas” amarillas cargadas hasta el tope, Thomas y yo en el Renault 4 y con nosotros Rüdiger Gutmann, llamado también Rudi, Rude, Herr Gutmann, señor Guzmán, míster Goodman o sencillamente Goody, un afortunado de la buena suerte,  vestido a lo vaquero (hombre del mono de pura cepa con parches de colorines en pantalón y chaqueta), dotado de sentido práctico y  que daba el pego con las mujeres. Un ligón de poco calado, había dicho de él una vez una buena amiga mía, pero Rudi era un buen tipo, con un gran corazón y una persona que se hacía querer.

            Este simpático personaje iba a pasar con nosotros el verano, y a cambio de alojamiento, vino y comida, ocuparse de asuntos ajenos al curso: enseñar a los participantes los buenos rincones de la isla, acompañarlos a la playa a la hora de la siesta etc. Rudi había traído como pequeña aportación su camioneta Passat amarilla, de modo que en cuanto a “limusinas” también estábamos bien equipados.

            “Guzmán” había trabajado últimamente casi dos años como utilero itinerante, al fin y al cabo nada menos que para artistas de renombre como Grönemeyer, Maffay etc., encargándose de mantener a punto los instrumentos y demás parafernalia de los guitarristas. Una tarea nada fácil, una actividad que exige más que un buscavidas, un trabajador en toda regla. Sin embargo, el asunto fracasó por el hecho de que tras las funciones, Rude se dedicaba a recorrer los bares y acababa pernoctando con alguna chica joven o no tan joven, de manera que al día siguiente no era capaz de llegar a tiempo, o si acaso, no en las mejores condiciones a la línea de partida, como el mismo se expresaba.

            En el Passat de Rudi iba Mone, una delicada criatura, con un punto esotérico, que sabía dar excelentes masajes de pies y pensaba acompañarnos mientras le alcanzara el dinero y de paso catar un poco el aire de las Baleares. Mone había trabajado antes a menudo para nosotros como ayudante esporádica y recientemente nos había servido de conejillo de indias en una especie de curso cero. Nos habíamos propuesto comprobar la viabilidad de un curso de estas características, construyendo en el taller de Alemania dos guitarras con los medios más simples posibles. Mone debía ejecutar las tareas a las que luego se enfrentarían los participantes del curso que ofreceríamos. El experimento funcionó estupendamente (si hasta las mujeres pueden hacerlo…).

            Bien, llegó la hora de partir. Santiguarse y cruzar los dedos para estar cuanto antes en la autopista. Devanarse una última vez los sesos. No, que va, en cualquier caso, lo que se nos hubiera olvidado nos lo podían traer nuestros alumnos. Llevábamos lo más importante: el pasaporte, los eurocheques, las tarjetas de crédito y algo de dinero en efectivo. Ahora qué más daba, a la mierda todo, lo importante: salir de una vez, escapar por fin de la llovizna y la rutina. Pasar rápidamente por la primera gasolinera, llenar el depósito, comprar chucherías para matar el hambre, botellas y latas de bebida. Una carretera de acceso rápido, un indicador azul en forma de flecha y ahí estaba: la entrada a la A7.

            Rudi y Mone nos seguían, siempre en caravana. ¿Qué nos depararían estos dos? ¿Habría complicaciones? Nunca se sabe con una mujer de este calibre formando parte del grupo. Desconfianza ¿Qué podría ocurrírsele? ¿Nos saldría por peteneras? ¿Vendría con exigencias disparatadas en cuanto al confort del alojamiento? Emociones no calculables. Mone era al fin y al cabo una chica despampanante, encantadora, de apariencia un tanto reservada, pero, en todo caso, del todo legal y demasiado complicada para Rudi. ¡Confiemos en que todo salga bien! Descargando por cuarta vez su mano sobre mi hombro Thomas exclamó: “Nos vamos, tío. Estamos saliendo. ¡Wuauuu!” Sublime esa sensación de levedad que iba surgiendo lentamente tras el horrible estrés de las últimas semanas. ¿Qué podía ocurrirnos ya?

            El hecho de que una vez pasado Frankfurt el cacharro amarillo de Rudi perdiera por primera vez el tercer silenciador aún podía tacharse de percance sin importancia. El ruido era soportable. Más molestaba el traqueteo del parachoques trasero que Rudi, tras un accidente por alcance, había reparado uniendo precariamente dos delgadas barras de hierro. “Por lo demás es el non plus ultra en técnica, no hay quien le gane”, hizo saber míster Goodman. “Y el óxido…, eso en España no es problema. Puedes andar con tu cacharro hasta que se te rompa bajo el culo. De veras, el Passat es el no va más. 

 

A ver qué nos deparaba el destino. Teníamos unos dos mil kilómetros por delante, distancia tremendamente larga. Insoportable este lento movimiento de la materia. Lo único bueno que tiene el viajar en coche es que uno puede dejar que surjan los pensamientos, despertar el potencial creativo, usar el dictáfono como bloc de notas.

            En casa todo debía seguir su curso normal, mi negocio al por mayor de perillas, tornillos, cuerdas y algunas guitarras de importación marchaba viento en popa. Y mientras la valoración empresarial diera cada mes un resultado positivo, yo podría cambiar sin miedo mis eurocheques. Al menos no tendría por qué tener mala conciencia y si en algún momento la cosa se torcía, tomaría el avión de regreso para intervenir.

            ¡Dios!, ya el atardecer, pronto estaríamos en Francia y antes había que llenar el depósito para que los franchutes no nos metieran demasiado la mano en el bolsillo por la gasolina, suficientemente alto era ya el indefendible peaje que había que pagarles por la autopista. ¡Menuda rapiña en pleno corazón de la Europa civilizada!

            Atravesamos la noche, tenía que ser posible alcanzar el trasbordador de Denia el lunes, no había por qué estresarse, ya teníamos mucho trecho ganado como para que, hacia la medianoche, nos permitiéramos unas horas de bien merecido sueño en una estación Altea, poco antes de Lyon.

            ¡Dios Santo, en plena Francia un motel al estilo completamente americano! Coche ante la puerta de la habitación, whisky, ginebra y latas de coca cola en la neverita con enchapado de madera. Thomas fabricó un buen porro con el que nos dispusimos a  sumergirnos agradablemente en el sueño nocturno.

 

Once de la mañana, mierda, nos habíamos quedado completamente dormidos. ¿Cómo había podido suceder algo así en semejante viaje? Pero no había que preocuparse, al fin y al cabo nuestro destino era España. Tenía que darme una ducha y tomar el desayuno de rigor con café francés.

            Oh, frontera española, ¿iba a ser como en el cómic de Astérix? ¿Sol ardiente en los Pirineos, primer presagio de una vida mejor? El tiempo no acompañaba, la Route du Soleil no ofrecía vista alguna sobre la Riviera, el Mediterráneo se mantenía escondido tras una cadena montañosa. Y de nuevo un peaje, y un montón de francs, s’il vous plaît.

            Rebuscaba en la caja común de divisas cuando oímos gritar a Rudi detrás de nosotros. ¿Qué pasaba? El Passat: lightshow en el tablero de mandos, contacto cortado, el dispositivo de arranque rotaba, el coche arrancaba de nuevo por sí solo. ¿Alucinaciones de trip o cruda realidad?

            Tiro los francos a un lado, me pongo la gorra. ¡Santo cielo! ¿De dónde salía ese humo?  ¿Qué era esa llamita amarilla en la parte posterior del motor? Impotencia. ¡Traed agua! Alicates, escalpelo, había que sacar la batería. Tremenda agitación, tensión al borde del infarto.

−Rudi ¿qué moto nos has vendido?

−Tío no sé, llevo año y medio desplazándome en este cacharro, sin contratiempo, de veras, te lo aseguro. No sé por qué diablos le da ahora por no andar –se lamentaba el señor  Guzmán.

−Mierda, si esto sigue así, a ver si siquiera llegamos a los Pirineos. El R4 sí que es un coche. Tendríamos que haber cogido dos –despotricaba yo.

El Renault amarillo había funcionado sin problema, un vehículo estupendo, uno de los últimos turismos de diseño europeo con estilo como el dos caballos, el escarabajo o el Fiat 500. Y a su lado, este innombrable colmo de la fealdad alemana. ¿Acaso no podía esperarse al menos que funcionara a la perfección? ¿Qué pasaba con el sistema eléctrico? El ingeniero revisaba: con todo y tener revestimiento de goma reforzado, el cable de corriente principal se había colado en una tubería y, como quien dice, abastecía al Passat desde atrás. Debacle total de la absurda logística de esta pieza fabricada en Wolfsburgo.

−Chicos, la camioneta Passat es el no va más –seguía asegurando Guzmán, tratando  de quitar hierro al asunto pasando a su dialecto de Hanover− Pa mí que éste es incluso un deportivo.

−Pa mí que de deportivo un cuerno  −respondí imitando su acento, aunque ya se me había agotado buena parte de las reservas para el buen rollo.

Que más daba, a España por favor, pero chutando.

Porco Dio, ¿dónde están las tarjetas verdes del seguro? –se le ocurrió preguntar a Rudi de repente.

¿Quería acaso martirizarme aún más? No recordaba que alguien me hubiera pedido tarjeta alguna. Nos separaban aún unos cincuenta kilómetros de la tierra prometida. ¿Les daría a los agentes por preguntarnos por la Carta Verde o acaso por requisar nuestros coches? ¿Desmontarían nuestros neumáticos, lo pondrían todo patas arriba? Y eso que nuestro contrabando sólo abarcaba unas cuantas fresadoras, un puñado de hojas para sierra de cinta y un número insignificante de pequeñas herramientas que por culpa de la chapucería de nuestros proveedores no habían llegado a tiempo.

Que no cunda el pánico. Llegamos a la frontera al mediodía bajo un sol de justicia y los agentes nos hicieron señas de que continuásemos. Hasta la vista. ¿Qué aduanero habría abandonado la sombra de su garita bajo semejante sol? ¿Y a quién podía ocurrírsele pasar droga por aquí hacia España? La lata seguían siendo los peajes, ahora en pesetas, por favor. Eso sí, el estado de la vía era moderadamente bueno. Pero, ¿qué diablos sucedía ahí delante? Un embotellamiento, me cago… A cambio de una buena suma de divisas podías avanzar a paso de tortuga hacia Barcelona. El termostato de Rudi ascendía a niveles preocupantes.

PACO-TRANS


¿Dónde se habría metido Wolfgang ahora? Ese empleado de Paco-trans, la temeraria agencia de transportes de Bielefeld que no le había hecho el feo al encargo de acarrear diez toneladas de una formidable mezcolanza de cosas hasta España, más exactamente hasta la isla balear de Formentera. ¿No sería mejor que yo estuviera a su lado? ¿Qué impresión se habría llevado tras el caos de la noche en que se cargó el camión? Este camionero por excelencia nos miraba indiferente desde la plataforma de carga y descarga mientras nosotros, en el colmo de la torpeza, bregábamos con el elevador de paletas que habíamos alquilado.

Al menos una gran parte del inventario estaba empacado de manera compacta dentro de paletas. Al principio, sin embargo, necesitamos casi veinte minutos para subir una única al camión. Pues manejar una elevadora de horquilla no es tan fácil como parece. En ese cacharro de marras lo que mueves son las ruedas traseras, todo se acciona al revés de como te lo esperas. En un pispás te has metido en un rincón del que no puedes salir.

Por suerte, Guzmán volvía por fin de su última cita con el odontólogo luciendo una dentadura resplandeciente y, sin demora, se ponía al frente del vehículo deslizándolo de un lado a otro del patio de la empresa con indecible elegancia. Así y todo, la operación duró hasta las dos de la madrugada cuando con el último bulto exclamamos: ¡Venga, pa dentro y lona cerrada! También el papeleo estaba liquidado: los imprescindibles formularios para el transporte, un sinfín de hojas con el inventario de la mercancía en alemán y en español.

Y bien, ¿dónde se habría metido el siempre risueño Wolfgang con nuestros cachivaches? Llevaba diez años recorriendo las carreteras, en especial las de España. ¿Que si hablaba español? Que va, ¿pa qué? Si hay problemas, llamo a casa y ya está. ¿Estaría ya en Denia o acaso embarcado rumbo a la isla?

El embotellamiento se despejó de forma inexplicable; Barcelona estaba cada vez más cerca. Yo tenía clavado en la mente al tal Wolfgang de Paco-Trans y no conseguía tranquilizarme. Al fin y al cabo, cada día de transporte que perdiéramos, nos iba a costar seis cientos marcos más. Quizás convendría  que me fletara directamente a Ibiza, para estar ahí sin falta en la mañana. Un vuelo de Barcelona a Ibiza rondaba los cien marcos, eso ya lo había indagado con anterioridad. Y Thomas me dio la razón. Los coches no podrían embarcar sino hasta el día siguiente por la noche. De modo que decidimos seguir los indicadores rumbo al aeropuerto. Seguro que aún habría algún vuelo.

Toda Barcelona volvía en esos momentos del fin de semana. En medio del caos circulatorio intentábamos abrirnos paso hacia, el que era esa noche, el lugar más terrible del planeta: el aeropuerto. Apenas soportable. Un increíble gentío, un nivel de ruido básico de 90 decibelios; todo el rato sonaban voces chillonas y estridentes a través de una megafonía antediluviana dando avisos absolutamente incomprensibles; las colas de quienes deseaban embarcar se tocaban con las de quienes esperaban ante los mostradores de venta de billetes; apenas si se podía caminar en medio de semejante hormiguero.

−Chicos, iros a Denia que yo me las arreglo. Nos vemos el martes en Ibiza.

¡Qué asco! Dos horas en ese infierno; ni siquiera mi mirada fija en el panorama que tenía delante, los bien formados traseros de las dos francesas, conseguía hacer soportable la situación. Las rodillas me temblaban cuando llegué por fin ante el mostrador.

−¿El próximo vuelo a Ibiza?

−Mañana a las 13:40.

Sí, pero no podía ser. Semejante revelación te deja como si te hubieran quitado el suelo bajo los pies. Entretanto eran las dos de la madrugada. Necesitaba un hotel, el que fuera. Un granuja de taxista me llevó hasta Barcelona City, puesto que, según él, cerca del aeropuerto no había hoteles. Recorrimos las calles más oscuras, barrio chino, putas haciendo la calle, establecimientos de mala muerte. Miedo, sudores.

−¡Quiero un hostal, veramente! –me lamenté como mejor pude. No tenía ganas de aparecer a la mañana siguiente desplumado y con una cuchillada en las costillas. El cochero granuja acabó apiadándose y me depositó en un hostal con alrededores decentes. Asalté el minibar y quedé fundido.

El nuevo día fue diferente. Ya en la mañana esa luz inundaba mi habitación, un azul del cielo que no conocemos en Alemania. El taxi al aeropuerto me costó solo la mitad de lo que había pagado la víspera. También el aeropuerto parecía otro: tranquilo, limpio, con ambiente relajado; apenas imaginable el despelote total del día anterior. O sea que no hubo más que embarcar y volar.

En Ibiza todo vuelve a ser completamente distinto; ya tan sólo esa sensación que se tiene al abandonar el avión, el aire caliente al bajar la  escalera móvil y caminar un pequeño trecho sobre la pista.  Y en general la atmósfera balear: molinos de viento, colinas bañadas por el sol. Un aire de atemporalidad. Tomar aliento, estirar los miembros placenteramente. Siento un tipo de fuerzas diferente.



IBIZA

Subo al taxi que me lleva al puerto. El viaje cuesta esta vez cien pesetas más que el año anterior. ¿A dónde iríamos a parar? ¿Hasta qué punto se habría empeorado la situación en España? ¿Dónde está el Wolfgango, el alemán? ¿Dónde se habría metido este bribonzuelo  con su sólido camión MAN, de color verde y fabricación alemana? El taxista me dice que el barco procedente de Denia llega a San Antonio, pero que aduana sólo hay aquí en Ibiza.

            A punto estaba de alquilar un coche y viajar a San Antonio cuando se me ocurrió una mejor idea: Do it like Wolfgang. Llamar a Bielefeld y preguntar qué pasaba. Perfecto. Conexión telefónica estupenda, todo arreglado. Me dicen que Wolfgang está en el puerto de pescadores de Ibiza esperándonos. El puerto de pescadores quedaba a dos cientos metros andando de donde yo estaba.

            Y en efecto, ahí estaba. Sensación estupenda la de hallarme ante el camión que habíamos cargado a dos mil quinientos kilómetros de allí, en otro mundo. Ya sólo nos separaba de Formentera el último trecho en ferry, estábamos a un paso de comenzar la empresa más tenaz que pudiera imaginarse. Una nota en el parabrisas: «Estoy en la aduana.» La nota no era actual pues al llamar con los nudillos a la ventana, apareció tras el cristal la cara ancha y somnolienta de Wolfgang. 

            −Por hoy podemos olvidarnos de la aduana  −rezongó Wolfgang. Es increíble que en ocasiones toda una operación montada a gran escala pueda quedar en agua de borrajas por efecto de una sola frase. Podíamos habernos ahorrado el vuelo, pero qué más daba, el caso era que Wolfgang y yo estábamos ahí y éramos ahora dos alemanes en tierra extraña. Esa tarde despachamos varias cervezas, cafés y carajillos.

            −Si las cosas se tuercen aquí nos quedamos quién sabe cuántos días. En la aduana sólo trabajan hasta el mediodía, luego cierran. Y si han de revisarlo todo, la semana que viene estamos aquí todavía –apuntó el camionero.

            ¡Tonterías, condenado aguafiestas! Yo rezumaba frescor balear y profeticé:

            −¿Sabes que te digo? que nos alumbra una buena estrella y que esto va a salir rodado, sin un solo problema.

            Por la noche fuimos a La Marina, un hostal del puerto auténticamente español, donde inmediatamente tome una habitación para pasar la noche. La comida buena, la velada agradable. Wolfgang, este camionero currante, alejado de toda droga que no sea el gin tonic, era un tipo clean y straight; llevaba diez años al frente del camión y no podía considerársele como alguien del montón, sino más bien un tío legal, no de esos que tienen la mente puesta en el chalet en la periferia con garaje exterior cubierto, cobertizo para el cortacésped y depósito de gasoil en el jardín, y en treinta años el crédito pagado… No, qué va, conversamos bastante bien.

            Le interesaban los botes de vela y le preocupaba el Sida. Había que tener cuidado con los amores, que de eso también tenía. Después de dos cervezas pude convencerlo de que compartiera conmigo una botella de Rioja. Pero tras el primer sorbo puso una cara de decepción:

            −No sé, tiene un sabor un poco rasposo.

            ¡Oh, alma alemana! Y por supuesto Ketchup para acompañarlo todo y el filete de vacuno bien hecho, mejor dicho quemado, y desastrada la buena carne.

            Aunque por suerte al menos captó que conmigo era mejor no poner temas como “follarse novias” y cosas por el estilo. Al final acabamos, claro, hablando de fútbol. Su corazón vibraba por el FC Barcelona.

            −El “FC”, ¿sabes? Hace un fútbol macanudo –decía dando un énfasis especial a sus palabras.

            Mis aportaciones al respecto eran escasas, a pesar de que de vez en cuando miro partidos importantes, al menos en compañía y por el sólo hecho de vivir esa interesante experiencia de grupo. Esta vez pude, por suerte, echar mano de algunos detalles del último campeonato europeo. Los saqué a relucir mientras pegaba sorbos al Margarita que me había pedido entretanto cediendo a la insistencia de Wolfgang.

            No obstante, pronto volví a llevar el agua a mi molino. ¿Dónde estarían ahora nuestros intrépidos amigos? Tenían que llegar esa noche a algún punto de la isla, no cabía duda, probablemente a San Antonio. ¿O acaso ya están aquí y andan buscándonos? Y en consecuencia, Wolfgang comenzó de nuevo a agobiar con lo de la aduana; sobre todo le preocupaban los cuatro cachivaches que en el último momento hubo que tirar arriba del todo y que, por supuesto, no figuraban en el inventario.

            −Tendremos problemas si de repente encuentran cosas que no están en los documentos –dijo Wolfgang.

            −Pues lo que haremos sencillamente es sacar lo más gordo del camión y pasarlo a los coches. Al fin y al cabo en tu furgón abierto todo está al alcance de la mano –dije yo.

            −Uy, eso lo hacéis vosotros. Yo no he visto nada. Oficialmente el camión está precintado –gruñó Wolfgang.

            −Ven, vamos a dar una vuelta –le dije empujándolo− Es la hora de los coches amarillos con matrícula H como Hanover.

            Recorrimos el barrio del puerto, todo muy pintoresco. En un momento dado creímos haberlos encontrado, pero no eran ellos, el amarillo era de Bremen. Nada. Equivocación.

            ¡Mierda, de alguna manera me estaba entrando el pánico! ¿Por qué tenía que ser tan complicado transportar una escuela de construcción de guitarras hasta Formentera? Y eso que la escuela entera habría podido pasar la aduana en el puesto fronterizo  de Irún, primer destino en el país de “mañana”, donde Wolfgang había descargado otra mercancía que llevaba en el remolque.  Habría sido perfecto, sobre todo por las buenas relaciones con los aduaneros del lugar, pero no pudo ser, supuestamente porque ninguno de nosotros estaba presente. ¡Tonterías! ¿Por qué no se nos dijo antes? Encantados hubiéramos estado ahí, firmes y dispuestos.

            Y cuál era en ese momento el estado de la cuestión: en Ibiza teníamos un camión lleno de mercancía que se consideraba precintado porque no había pasado aún la aduana y , sin embargo, en todo momento podía accederse a la carga. Temblábamos de miedo de tener que pagar el arancel diario. ¡Menuda mierda! ¡Qué burrada! Pero este tipo de situaciones extremas hacen que acabes conformándote con cualquier cosa absurda. De modo que volvimos a mirar los paneles de llegada de los diferentes embarcaderos y a preguntar a un montón de personas por el barco de Denia.

            A una pregunta concreta puedes recibir en España las respuestas más variadas. Es increíble y sin embargo te pasa una y otra vez. Uno nos dijo que el barco ya había llegado, el otro aseguró que ni ese día ni el anterior llegaban barcos, otros decían saber que no llegaría antes de las cinco de la madrugada a San Antonio.

            El caso era que los coches amarillos brillaban por su ausencia, ante lo cual volvimos  al casco antiguo a ver bares. De romántico y pintoresco lo califican quienes han dejado de ser veraneantes de toda la vida y ya duchos en la pronunciación del nombre, hablan de Ibissa, aunque sea ésta una de las pocas palabras españolas que han incorporado a su vocabulario. Y en efecto, en el primer bar ya tuvimos que oír hablar a uno en dialecto berlinés que cual ametralladora preguntaba:

            −Hola, tíos. ¿Qué os pongo?

            Diablos, los drinks costaban más del doble que en Formentera donde el precio ya era de por sí desmedido. Luz negra, ambiente pijo y encima esa penetrante cordialidad de tabernero interesado. Tú conversa conmigo y mientras tanto bebe. ¡Que suban las ventas, que suban! ¡Deja tu dinero aquí y no donde el vecino! Y los comensales: el tipo de gente que me encanta. Esos tíos con bigotico y peinado de rizos aplanchados, vestidos con sweat-shirts con inscripción de Hugo Boss y pantalón de sudadera, incluso por las noches. Todos, tanto los chicos como las chicas, con aspecto de peluqueras atildadas con mallas brillantes, tacones y trapos con flecos, bambolean al cuello tubos de plástico impermeables para el dinero.

            −A la una vamos al Pacha  –se oye decir a otro en berlinés.

            ¡Jesús, dónde habíamos ido a parar! Corro de la Patata a la alemana.

            ¡Rápido, a beberse las cervezas Alt-Bier y poner pies en polvorosa! Al estar de nuevo en el puerto nos percatamos de repente de lo tarde que era y de lo agotados que estábamos. Wolfgang se metió al camarote de su camión y yo me marché a mi habitación con vistas al puerto y al mar.

            Estuve sentado ante la ventana una media hora más contemplando el sinfín de mástiles en el horizonte. ¿Atracaríamos en efecto al día siguiente en ese pequeño puerto blanco? ¿Sería esto posible? Euforia…

GISA

¡Gisa tendría que estar ahora aquí! Ella y yo juntos, en esta pequeña pensión. Tiempo para la unión carnal y espiritual. La espiritual se había producido hacía poco tiempo, por Pascua, cuando pasé una semana en Formentera arreglando todo lo relacionado con el local para nuestro taller, la cuenta bancaria en pesetas y toda una serie de gestiones oficiales. ¡Ay, Gisa! Esa dama de ojos oscuros y profundos, un poco como los de Jacqueline Onassis. Y yo en esa fase en la que sobre todo los ojos oscuros son capaces de despertar en mí ciertos sentimientos.

            Creo que cuando se produjo la unión espiritual ambos estábamos bastante borrachos. Pero las damas de Formentera son en ese estado especialmente encantadoras. Y eso que no salió de ella la fuerza motriz que echó a rodar nuestra relación; fue su amiga, una chica de pelo crespo entre rubio y rojizo, ligeramente tronada. Salían del restaurante La Fonda Pepe y me abordaron espontáneamente.


            −Nos gustaría conversar contigo, nos pareces muy tierno.

            ¡Ay, ay! ¿Qué querrían estas de mí? ¿Me habían descubierto desde su mesa? ¿Me habían echado el ojo? ¿Querían burlarse de mí o habían apostado a ver cuál de las dos era capaz de camelarme? ¿Qué buscaban? ¿Un lover, alimentar su ego, un polvo exprés, whatever? Debo de haber dicho algo muy feo porque la amiga de Gisa se puso de repente extrañamente cáustica, lanzando improperios agresivos, con potencial hiriente. Opté por la huida hacia adelante, tabla de salvación, tarjeta roja:

−¡Vete, por favor! −dije poniendo cara de asco.

Y ella, en efecto, se marchó. Así de fácil resulta a veces. Tres palabras y ya está, increíble.

            −Pero tú quédate –añadí dirigiéndome a la encantadora Jacqueline y aliviado hice un intento de entablar conversación con ella −¡Qué, par de ligonas! ¿Sabes que corres peligro de palmarla?

            −¿Qué? Oye perdona, de veras lo siento.

            −Os habéis pasado un poco –añadí adoptando esa suave jerga alternativa que sabía parodiar bastante bien.

            −Espero que no demasiado –respondió ella saliéndome al paso.

            Luego me llamó la atención que sólo había pagado ochenta pesetas por su Magno.

            −¿Qué pasa que te dan trato preferente?

            −Así es, y yo, a cambio, les aporto marcha que no veas –dijo riendo.

            En cualquier caso, Gisa, esta alemana de Colonia llevaba ya veinte años viniendo a este islote y es obvio que semejante costumbre crea lazos con el personal que está tras la barra.

            −¿Y a ti qué te trae por estos lares? –preguntó ella provocadora.

            Intenté esbozar en pocas palabras nuestro proyecto de creación de una escuela de construcción de guitarras. En su mirada hubo sorpresa, desconfianza, ¿acaso pensó que sería un loco de cuidado, una bala perdida en Formentera? Tuve que empezar entonces por el principio y de repente me vi hablándole con entusiasmo desmedido de mi importancia en el mundo internacional de la guitarra: presidente de un consorcio de renombre, ventas millonarias, constantes viajes al extranjero, inventos varios etc. etc. La compasión dio paso a la incredulidad. ¿Podía ser verdad lo que contaba este friqui de la cola de caballo? Antes de que mis palabras empezaran a sonar a exageración desmesurada, le pregunté:

            −¿Y tú qué me cuentas de tu vida?

            Me contó que estaba con su hija en la isla, y señalando con la mano la puerta del Hostal Pepe dijo:

            −Tiene catorce años, ya está en la cama.

            −¿Y a qué te dedicas? –pregunté.

            Me habló de su empresa unipersonal que abastecía a cadenas de supermercados con vinos italianos y otras delicias de ese país.

            ¿Se debió sólo al animado intercambio de ideas o acaso fue el efecto de los varios alcoholes? El caso es que de buenas a primeras y, en realidad, sin preámbulo alguno, nuestro contacto visual hizo que nos acercásemos el uno al otro y nos fundiéramos en un abrazo: acuerdo espontáneo en la situación.

            Sucede que a veces las vibraciones son tan fuertes que pasa lo que tiene que pasar. Nuestros labios se rozaron un par de veces con ternura y en consecuencia sentimos una especie de consternación por la súbita dicha compartida. ¿O acaso también hubo desencanto? ¿Por qué tuvo que echarse atrás de esa forma tan repentina y artera? De pronto dijo tener que marcharse, que de lo contrario su hija no podría dormir. En fin, qué más da, conservemos la magia del momento, no nos peleemos, hasta mañana, si así tiene que ser, guardaremos el deseo para mañana.